Si tú supieras –o quisieras saber– lo que hacemos cuando sueño. Lo que nos queremos hasta que me despierto. Si tú supieras, al menos, cómo te veo.
Si tú supieras, dulce niña, adónde te llevo cuando puedo. Adónde te llevo cuando te quiero llevar a donde quiero –y no, no es redundante, dulce niña–.
Si tú supieras, cara bonita, la de veces que me has llamado amor y me has dicho te quiero. La de veces que me has clavado tus dientes en mi piel y me has dicho lo siento. Si tú supieras.
Si tú, dulce niña, quisieras saber. O, mejor dicho, si tú pudieras quererme.
Entonces quizá nos querríamos, dulce niña.
Y nos miraríamos a la cara como si nos quisiéramos. Nos besaríamos como si nos amáramos. Nos haríamos el amor como si nos deseáramos.
Aunque eso ya es lo que hacemos.
Pero si pudiéramos, tal vez, hacerlo de verdad. Y si pudiéramos, tal vez, hacerlo sin mentiras.
Entonces, quizá, podríamos querernos como se quieren los que se quieren querer. Y podríamos sabernos, el uno al otro, tal y como se saben los que se quieren saber.
Pero eso, dulce niña, sólo si tú quisieras.