Nos conocimos sin buscarlo. Sin pretenderlo, nos encontramos, tropezando. Te miré a los ojos y me jugué la vida por un beso tuyo. Tú decías que sólo uno, pero en el fondo querías varios. Yo te di todos los del mundo.
Me llevaste de la mano al rincón más oscuro de tu cuarto. Me dijiste que yo no era el primero, ni sería el último. Que, aunque no era cualquiera, tampoco era el único. Y que nadie lo era.
Yo te dije que tal vez lo fuera, algún día. Tú dijiste, sonriendo, que ni en la otra vida lo sería. Que eso del amor no es más que una bonita mentira.
—Tú sí que eres una bonita mentira, niña —te dije.
Me miraste divertida. Que me dejara de poesía, decías. Que me dejara de tonterías y te hiciera todo lo que querías que te hiciese.
Y yo te lo hice: te quise todo lo que pude, mientras pude quererte.
Te quise lento, porque sólo los que se quieren lo hacen así. Porque sólo los que saben hacerlo lento saben hacerlo de verdad.
Aunque todo sucedía demasiado deprisa.
Y, cuando terminó, los dos nos dimos cuenta de que, sin quererlo, nos habíamos querido.
Amor de un rato, lo llamamos. Como si hubiera algún amor que no fuese así.
Tú me hiciste comprender que no importa que nos hubiésemos querido durante una noche, una semana o un mes. O durante quién sabe cuánto tiempo. Que lo importante no es lo que dura. Que lo único que importa es que nos quisimos.
Y que podemos querernos las veces que queramos.
Desde entonces sólo tuvimos amores de un rato, de esos que son para siempre mientras son. Y de esos serán los únicos que tengamos en lo que nos quede de historia.
Recuérdame como a cualquiera. O no me recuerdes, niña.
Pero quiéreme, aunque sólo sea durante un rato.