—No soy la persona que crees —te digo—; ni soy la persona que quieres que sea. Porque ni siquiera soy la persona que yo quiero ser.
Son tus ojos los que hablan, diciéndome que no te crees nada que pueda salir de mi boca. Y yo te entiendo. Entiendo que no te fíes de nadie que pueda meterte en problemas. Entiendo que no te fíes de mí.
—¿Quién eres, entonces?
Ahora son mis ojos los que hablan más que mi boca, o eso es lo que pienso mientras miro a los tuyos. Pienso que, probablemente, nunca unas pocas palabras puedan decir tanto como dicen unos ojos que se miran.
—No sé lo que soy —respondo, encogiéndome de hombros—, pero sé que no soy lo que quiero.
Al decirlo, tus cejas se arquean, insatisfechas. Como si esperasen una respuesta que fuese menos duda que certeza.
—Aunque —continúo— intento llegar a serlo. Y créeme que lo conseguiré. O créeme que, si no lo hago, lo habré merecido. Créeme que, si el mérito se mide en intentos, entonces nadie lo merece más que yo. Porque nadie en el mundo lo intenta tanto como yo lo intento.
Busco en tus ojos el destello que me confirme que todo está bien. Pero no lo encuentro.
No sé si me crees, o si no lo haces.
Pero sé lo difícil que es creer. Por eso te pido que lo hagas.
Porque es complicado.
Porque es igual que tú.