—Vivimos la vida como si no fuese la última vez —dijo el muchacho, cabizbajo, con la vista sobre el asfalto.
Se detuvo un instante, absorto.
En el brillo de la mirada de la mujer se despertó un atisbo de curiosidad, mientras lo estudiaba detenidamente. Después, continuaron caminando.
—Alguna vez leí —dijo ella—, no recuerdo dónde, que nuestra vida se acaba a cada minuto. Pero no es cierto: no es nuestra vida la que se acaba, sino la que nos ha tocado vivir.
Ahora el muchacho levantó la vista del suelo y la miró, meditabundo.
—No sé a dónde quieres llegar.
—Digo que nadie elige la vida que vive —continuó la mujer—; digo que tal vez por eso vivamos de la forma en que dices que vivimos.
La claridad del nuevo día empezaba a iluminar las calles, los edificios. Empezaba a dibujar sus siluetas en el asfalto, moviéndose unidas por las aceras de la ciudad.
—Yo creo que sí elegimos quiénes somos. Que sí elegímos lo que hacemos con nuestra vida, aunque lo hagamos mal. Yo creo que el problema es que nadie nos ha enseñado a vivir.
—Tú y tu maldita forma de ver las cosas —interrumpió ella—. Tú y tu maldita esperanza de que todo puede ir a mejor. Te diré que no. Que no es cierto lo que dices. Porque, si lo fuera, estaría en nuestras manos cambiar; pero no lo está.
El muchacho permaneció callado durante un instante, reflexionando sobre lo que acababa de decirle. Hasta que respondió:
—Si tengo esperanza es porque me faltan certezas.
—Pues que sepas —sentenció la mujer— que la esperanza mata más que la incertidumbre.
Él asintió, con mirada triste.
Triste, como la sonrisa que ambos dibujaron en su rostro impasible. Triste, como el futuro incierto hacia el que caminaban.