Última noche en el Soho

Aquella tarde había terminado un invierno.

A través de la ventana, unas luces de neón daban un aspecto artificial al interior del cuarto, que se teñía de color al ritmo aleatorio de la electricidad de las calles y mostraba difusas las sombras de los transeúntes que merodeaban por el Soho.

Quedaban pocas horas para que saliera el sol de nuevo y las personas que caminaban por las aceras se mostraban cabizbajas, tristes y resignadas. Como si un peligro inevitable les estuviera esperando a la vuelta de la esquina.

Recuerdo estar apoyado en el alféizar, observando la escena con inquietud y desesperanza. Sentir la brisa en las mejillas. Estirar las mangas del jersey para esconder parcialmente las manos. Acercar la taza de té a los labios.

Recuerdo también que varias ideas hacían ruido dentro de mi cabeza. Pequeños fragmentos desordenados de historias vividas que aún permanecían en alguna parte. Que nunca terminaban de irse.

No se puede olvidar aquello a lo que tienes miedo.

Cuando las luces comenzaron a apagarse miré hacia el vacío y entendí que necesitamos el sufrimiento para valorar la felicidad de un instante; que necesitamos la memoria para protegernos de lo desconocido.

Miré hacia el reflejo en el cristal y vi una imagen que se desvanecía, junto con la noche que terminaba. Era la imagen de una ciudad que era nueva para mí, a pesar de haber estado allí toda una vida.


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