El hombre que tenía delante alzó la mano hasta la boca para coger el cigarrillo con los dedos y verter a continuación la ceniza en los adoquines gastados del suelo que ambos pisábamos. Después, mientras me miraba inquisitivo, se lo llevó de nuevo hasta los labios y dio una calada breve, aunque profunda.
—Como iba diciendo —continuó el diálogo que habíamos dejado a un lado tras su silencio—, todos nacen siendo únicos. Pero hay algo que debe saber, amigo mío. Y es que la mayoría muere siendo cualquiera.
Le miré directamente al azul transparente que coloreaba sus ojos. Un azul tan etéreo como el del mar que rompía a pocos metros, contra las rocas de algún lugar perdido en la Costa Azul.
—Llevo más tiempo del que puedo recordar haciéndome una pregunta —respondí—. ¿En qué momento de la vida ocurre? ¿Cuándo olvidamos lo que somos y empezamos a ser como los demás?
El hombre apartó la vista hacia el infinito. O tal vez sólo fuese hacia la línea difusa que separaba mar y cielo, si es que tal línea no es donde todo termina. La expresión de su rostro mostró una tristeza genuina, de esa que crees que no existe hasta que un día, de pronto, aparece en tu vida para quedarse.
—Creo que el día en que empezamos a hacernos esa clase de preguntas —dijo, apesadumbrado—. La necesidad de respuestas siempre es síntoma de un vacío que antes no había.
—Si hay vacío, ha habido pérdida. ¿Eso es lo que quiere decir?
El hombre asintió. Ahora su expresión parecía ausente, como la de alguien que transige con estoicismo las consecuencias de una verdad inmutable que se le presenta ante los ojos.
—Aquéllo que perdemos no hay con qué remplazarlo, más que con causas ajenas. No sé si me explico.
—Creo entender —dije, dubitativo— que lo que usted intenta decirme es que el vacío que dejan las partes de nosotros mismos que hemos perdido en el paso por la vida sólo puede ser completado con partes de otras personas. Que eso hace que dejemos de ser en esencia cuando empezamos a sentir ese vacío.
—Eso es lo que explica que cada vez tengamos más preguntas —añadió—. Y menos respuestas.
Ambos mantuvimos un silencio reflexivo tras las palabras del hombre. Un silencio necesario, en el que sólo se escuchaba el rumor inexorable del mar.
—Quiero decirle algo —dijo, al fin—: llega un momento en la vida en el que son tantas las preguntas que uno se hace que se dejan de tener certezas. Créame, amigo mío. Créame, o no lo haga, pero sepa que lo único que yo sé de mí mismo es que ya no sé quién soy.
Este relato es un fragmento de la novela que estoy escribiendo, de título Carla. Si te ha gustado visita la página de Facebook y dale a Me gusta: