Ahora hago lo que quiero

—Ahora hago lo que quiero.

Parece una frase premeditada; una idea que ronda por su cabeza desde hace bastante tiempo. Él la escucha, mientras entiende lo poco que sabe de ella. Y se da cuenta de que, en realidad, casi no sabe nada de nadie.

—Dime qué quieres decir.

—Digo que ya no hago caso de lo que me dicen que haga. O, más bien, que hago todo lo contrario.

Parece reflexionar un momento, pero no le hace falta, porque lo tiene muy claro. Al cabo de un instante, añade:

—¿Sabes una cosa? Todos están equivocados. Incluso tú.

Y no sabe qué responder, porque está de acuerdo con ella. De hecho, no cree que haya alguien en el mundo que esté más equivocado que él mismo.

Así que se queda en silencio, porque el silencio es la única forma que le queda de no equivocarse.

—¿No vas a decirme nada?

Ella parece molesta, incapaz de soportar la ausencia de una réplica que sabe que podría rebatir con facilidad.

—No, tienes razón.

El hombre aparta la vista, tras sus palabras. No hay nada a su alrededor que atraiga su atención, sino que mira al horizonte, pensativo. Y, sin mirarla, continúa:

—Sé lo que piensas de mí. Sé que no me crees capaz de cambiar mi forma de ver la vida. O, lo que es lo mismo: que no me crees capaz de entenderte. Pero te entiendo —hace una pausa, para mirarla de nuevo—. No sé cómo, pero te entiendo mejor de lo que entiendo a cualquiera, aunque no sepa nada de ti. Aunque seamos tan distintos. Y eso me hace sentir que debo intentar estar lo más cerca de ti que pueda; pero no encuentro la manera, por más que la busque.

—Yo no necesito estar cerca de nadie.

—Yo tampoco. Pero, aún así, quisiera necesitarlo.