Volvimos a coincidir unas cuantas veces en el portal y en el ascensor. Cruzamos algunas palabras inocentes. Alguna vez permanecíamos callados y simplemente sonreíamos.
Con el paso del tiempo fuimos cogiendo confianza. Nos acostumbramos el uno al otro, como suele ocurrir cuando unos ojos se vuelven habituales. Hasta que cierto día algo rompió las barreras que quedaban entre nosotros.
Le acompañé hasta la puerta de su piso y me invitó a entrar.
Mientras yo examinaba el curioso desorden de su vivienda, ella preparaba té para dos. Reparé en los libros sobre los estantes, en las carátulas de películas que se apilaban sobre la mesa del salón y en los apuntes que se desdibujaban en un folio al lado de una máquina de escribir antigua.
Al poco rato, apareció de nuevo con dos tazas humeantes, de color azul.
—Cuidado con el primer sorbo. Está un poco caliente —advirtió.
Al sentarse a mi lado reparé en sus facciones delicadas y por un momento dudé si era real. La dulzura de su rostro podría quemarme la punta de los dedos, si me atreviese a rozarla.
Tomamos el té con calma y hablamos de quiénes éramos.
Nos fuimos conociendo, a medida que nuestras historias se fueron entrelazando con recuerdos compartidos de hechos diferentes pero similares. A veces, alguna sonrisa de uno de los dos delataba el entendimiento que teníamos entre nosotros, como si nos conociésemos de hacía siglos. Pero lo cierto es que ni siquiera había pasado un mes desde la primera vez que nos vimos.
—¿Por qué te has mudado a la ciudad? —me preguntó.
—Necesitaba un cambio —respondí, inexpresivo—. Encontrar un estímulo que me recuerde que no estoy todos los días en el mismo lugar. Que estoy caminando hacia delante.
Me observó detenidamente.
—Parece que escapas de algo. O de alguien.
—No se trata de eso —dije, dubitativo—. A veces me cuesta encontrar mi sitio.
Mientras lo decía, pensé que tal vez ese fuera un problema recurrente para todas las personas. Encontrar el lugar adecuado podría ser imposible, si entendemos que cualquier hombre o cualquier mujer está, en cierto modo, predestinado a dejar de ser.
—De todas formas —proseguí— estoy seguro de que ahora mismo estoy, al menos, en el lugar en el que quiero estar. Eso es suficiente.
Atisbé un margen de comprensión en sus ojos, que me miraban atentos. Como si ella se reconociese en mis explicaciones.
Entonces, le pregunté:
—¿A ti dónde te gustaría estar mañana?
Ella dedicó unos segundos a reflexionar. Miró hacia el horizonte que se intuía a través del cristal de la ventana, lejano pero preciso, con una expresión absorta tan poética que parecía como si la hubiera ensayado cientos de veces frente al espejo —si no fuera porque todo lo que expresaba su rostro era tan natural como el agua de la lluvia o las hojas de los árboles—.
Los tonos anaranjados reforzaban la calidez de su piel, cuando volteó la vista hacia mí y me dijo:
—Creo que me gustaría estar en este instante.
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Fotografía: Nicole Kidman en Dogville, de Lars von Trier (2003)